Por: Enrique López
RadioUsme – Medio comunitario y alternativo de la localidad quinta de Bogotá
El reciente atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay no solo ha estremecido al país: ha encendido las alarmas sobre el momento político que atravesamos. No se trata únicamente del intento de asesinato contra un precandidato presidencial de peso, sino de la confirmación de que la violencia ha vuelto al centro de la política colombiana. Una violencia que ya no se disfraza de conflicto armado ni se oculta en los campos: ahora se sienta en los parques de campaña, se graba en celular y se transmite en redes.
Lo ocurrido en Fontibón fue el disparo que rompió una tensión que ya venía acumulándose: un país dividido, una derecha envalentonada pero rota, un gobierno sin brújula clara, y una ciudadanía que observa con miedo cómo se derrumban las garantías democráticas. Si hace dos años creíamos haber superado los días del exterminio político y los magnicidios, hoy parece que Colombia está reescribiendo su historia más oscura, en tiempo real.
Muchos apuntan de inmediato a mafias, sicariato o bandas criminales. Pero la pregunta que crece —incómoda, soterrada— es otra: ¿y si fue un fuego amigo? ¿Y si detrás del gatillo no había un enemigo externo, sino una pugna interna entre facciones de una misma derecha que, desesperada por recuperar el poder en 2026, no duda en eliminar obstáculos, incluso dentro de sus propias filas? No hay certezas aún, pero sí señales inquietantes. Las divisiones entre los sectores más extremos del uribismo y las figuras más moderadas han sido evidentes. Y en la historia política colombiana, cuando hay intereses cruzados y la presidencia está en juego, los escrúpulos suelen ser la primera baja.
Al mismo tiempo, es inevitable leer este atentado como un punto de inflexión. Porque lo que se juega no es solo el destino de un partido, sino la posibilidad de que el país entre en una nueva era de autoritarismo moderno. Un autoritarismo sin uniformes ni dictadores explícitos, pero con algoritmos, influencers y discursos mesiánicos. Umberto Eco ya lo advertía: el fascismo eterno no se presenta siempre igual, pero regresa cuando el miedo, el resentimiento y la desesperanza se imponen sobre la razón. En Colombia ya se perciben estos síntomas. Cuando se naturaliza la eliminación del adversario, cuando se glorifica el orden por encima de los derechos, cuando el “enemigo interno” vuelve al vocabulario político, el terreno está abonado para que broten nuevas formas de totalitarismo.
El gobierno de Gustavo Petro, en este escenario, tampoco escapa a la crítica. Su reacción ha sido ambigua, tardía, y por momentos indiferente. Aunque se reforzaron esquemas de seguridad, el vacío de autoridad, la debilidad institucional y el lenguaje confrontativo desde la Casa de Nariño han profundizado el clima de polarización. No basta con ser oposición al viejo régimen si no se tiene una visión clara de Estado. Y este gobierno, pese a su retórica transformadora, no ha logrado consolidar una estructura que garantice orden sin represión, ni cambio sin desestabilización. Si la derecha radical gana espacio por el miedo, es también porque la izquierda en el poder ha perdido el momento de construir certezas.
Entre los escombros de esta crisis, emerge otra víctima invisible: el adolescente de 14 años usado como sicario en el atentado. Un niño que, según su confesión, disparó “por necesidad, por su familia”. En vez de preguntarnos cómo lo procesarán penalmente, deberíamos preguntarnos cómo es posible que un menor de edad llegue a ese punto de vulnerabilidad absoluta. ¿Cuántos jóvenes más están hoy al borde de ser absorbidos por redes que los convierten en carne de cañón político? Este episodio pone de frente el fracaso del Estado, pero también de la sociedad, en proteger a quienes deberían estar en un salón de clases, no empuñando un arma en un mitin político.
Estamos ante un momento crítico. Si este atentado termina reducido a un titular más o a un cálculo electoral, habremos fracasado como democracia. Porque lo que se necesita no es más polarización, ni más banderas partidistas, sino un acuerdo nacional real, amplio, incómodo si se quiere, pero urgente. No para salvar a un candidato, sino para proteger el único espacio donde las diferencias pueden convivir sin que corra sangre: la política.
El país está cansado. De los extremos, de la hipocresía institucional, de las guerras eternas. Pero también está alerta. Colombia no necesita repetir su historia para entenderla. Y si no lo hacemos ahora, tal vez luego sea demasiado tarde.
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